Las artes liberales y la voz

"Todos los hombres son mortales. Sócrates era mortal. Por lo tanto, todos los hombres son Sócrates. Lo que significa que todos los hombres son homosexuales."
Woody Allen
La última noche de Boris Grushenko, 1975.

El gran humanista George Steiner echaba de menos el estudio de las lenguas clásicas, el latín y el griego, en la enseñanza secundaria de nuestros días y le repugnaba la escasa inclinación a ejercitar la memoria en las escuelas. Veía en esa ausencia las heridas que nos ha reportado el presente. La técnica y la velocidad han hecho lo suyo para restarnos concentración y para que seamos casi todos presas de dos vicios: la procrastinación y la banalidad. En la educación en lenguas clásicas veía Steiner la posibilidad de comprender íntimamente la lengua, indagar en lo que pensamos y queremos decir, en lo que conocemos y lo que somos. El ser humano es en el lenguaje, diría un contemporáneo, se edifica en él.

Esta tradición viene de los griegos y su asombroso mundo. Entre los griegos, gramática y retórica se convirtieron en los instrumentos que abrieron la puerta a la civilización del diálogo. Si se nos antoja, podríamos simplificar y decir que al ser sujetos del lenguaje, somos actores del diálogo y no hemos dejado de serlo durante tres mil años. El diálogo nos ha permitido evitar el conflicto o, en ocasiones, precipitarnos en él aunque subraye siempre algo muy íntimo del ser humano occidental: su condición de par de otros individuos, la proclividad a ser fraterno. De ahí viene una noción muy manoseada hoy en día pero que no deja de ser cierta: la concepción de empatía, colocarnos, o intentarlo al menos, en los zapatos de los otros.

El poeta Octavio Paz puso fecha al momento en que América Latina alcanzó la mayoría de edad y llegó a ser un continente de contemporáneos de todos los hombres, contertulios del mundo en un diálogo entre pares con un francés, un inglés o un japonés. Eso que ocurrió cuando Latinoamérica se integró al mundo podemos englobarlo en la noción de humanismo, abrevar en un sustrato que ha construido nuestra cultura desde los griegos. A eso llegamos desde América con nuestro fardo de lenguas. Ese mundo del humanismo occidental parecen ser cuestionado una y otra vez en sus fundamentos con lo que nos ocurre día a día, con el dominio del algoritmo y el impulso de la información.

“El algoritmo parece conocerme más que yo misma”, escribe en su cuenta de Twitter una escritora mexicana esta mañana. Podría tener razón. Pero suceda lo que suceda con la famosa entelequia que nos gobierna, el algoritmo, seguiremos usando las palabras para comunicarnos y seducir con gramática, retórica y más mecanismos que nos permiten hacer las tareas que la diversidad del mundo a veces parece desbordar o que nuestras diferencias ponen en riesgo. Esto lo saben muy bien los abogados y los vendedores que usan constantemente el lenguaje para persuadir y convencer. Y esto puede y debe ir más allá: utilizadas con arte, con las palabras se puede seducir o, incluso, pervertir. De Cantinflas a Woody Allen, de los caudillos nativos y de otras latitudes a seductores como Casanova o Rubirrosa, somos, los humanos, entidades del decir. El caudillo Velasco Ibarra intentaba seducir a las masas con un añejo lenguaje filosófico y un mal digerido Bergson, haciendo uso del mismo dispositivo con que Woody Allen nos hace desternillar de risa en sus diálogos neoyorquinos, interminablemente astutos. Es la palabra y su uso lógico, la retórica de los tiempos que nos preserva de la hegemonía del algoritmo.

 

Esto, créanme, amigas y amigos, es el corazón del mundo de las artes liberales. Pero no es todo sobre él, es una parte esencial de él. Es su perfil de P, de palabra y sentido, y, por lo tanto, su parte de voz.

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