A dos siglos de la emancipación de América Latina

por: Emiliano Gil

América Latina pasó de formar una unidad bajo la Corona de España, a estar dividido en varias repúblicas soberanas. La América portuguesa dio paso al imperio brasileño. La emancipación fue un fenómeno localizado principalmente en las grandes ciudades, las cabezas de las intendencias y de los virreinatos. Fue un fenómeno histórico complejo que se llevó a cabo mediante guerras de liberación contra el dominio real, pero al mismo tiempo tuvo cualidades de guerras civiles. También fueron guerras regionales, entre las oligarquías locales en defensa de su singularidad e intereses.

Las motivaciones fueron internas y externas. Entre las primeras, destacamos la toma de conciencia criolla de su identidad y del menosprecio comparativo que la Corona hacía al no otorgarle participación en el gobierno, la mala administración y la corrupción, el monopolio mercantil metropolitano, la servidumbre indígena, la postración mestiza, y las estrechas libertades de difusión cultural y política. Entre las segundas, podríamos poner las independencias de EE.UU. y Haití, el pensamiento liberal de la Ilustración, la acción de los agentes político-económicos ingleses en lucha por las aperturas de mercados, y los acontecimientos peninsulares tras la invasión de Napoleón y el vacío de poder causado. 

La discusión sobre las causas de la independencia en la América española ha hecho correr ríos de tinta entre los historiadores. En la búsqueda de las mismas, hay quien se ha remontado incluso a antes del descubrimiento de América, rastreando una continuidad nada evidente entre las luchas de los indígenas contra los conquistadores europeos y la emancipación. Pero es en la propia realidad colonial y en los cambios desarrollados en América a lo largo del siglo XVIII, especialmente las reformas económicas y administrativas, en donde hay que buscar algunos de los elementos explicativos que permitan una mejor comprensión del funcionamiento de las  coloniales y del estallido de los procesos emancipadores. Esto no quita que no se deba dar a España, y especialmente a la evolución de la política española, la atención que merece. Ya que, como bien señaló Claudio Véliz, la tradición centralista española fue impecablemente trasladada a América. 

Lo que ocurre es que no todas las elites coloniales asimilaron esta tradición del mismo modo. Desde el punto de vista americano, ni siquiera la invasión napoleónica a España es un elemento determinante para explicar las guerras de independencia. Jorge Domínguez apunta que las colonias respondieron de un modo diferente a la guerra y a la invasión, y que la diferencia dependió del vínculo político entre el gobierno y las élites y entre las mismas élites, lo que variaba de una colonia a otra.

Sin embargo, no todas las élites respondieron de igual manera frente al reto autonómico. Mientras que las élites de las colonias más importantes, México y Perú, se mostraron favorables a mantener los nexos con la metrópoli, al menos durante la primera oleada independentista, las de las zonas marginales, y por lo tanto las menos dependientes de la tradicional minería de plata, fueron desde el inicio partidarias de una política emancipadora más agresiva, ya que entendían que sus intereses estarían mejor defendidos por unas nuevas naciones independientes que por la antigua metrópoli española. 

La excepción en este caso fue Cuba, donde la magnitud de los cambios ocurridos en el sector azucarero había reformado totalmente las reglas de juego de la relación colonial y allí no se veía necesario dar ese paso. Las medidas adoptadas por los liberales españoles en las Cortes de Cádiz (libertad de prensa, abolición del tributo indígena, abolición de privilegios jurisdiccionales, abolición de la pureza de sangre para ingresar en el ejército, etc.), algunas de ellas recogidas en la Constitución de 1812, fueron mal vistas por determinadas oligarquías locales. 

La restauración de Fernando VII en el trono, en 1814, alineó claramente a los grupos dominantes de Perú y México con la política de los Borbones. Durante el Trienio Constitucional (1820-1823), el retorno de los liberales al poder en España, supuso una seria amenaza para el mantenimiento de los privilegios oligárquicos de dichos grupos y muchos consideraron que había llegado el momento de escindirse de la metrópoli para evitar mayores cambios en la composición social de sus territorios. 

La presentación simplista del proceso emancipador como un enfrentamiento entre criollos y peninsulares impone una revisión desde la óptica de la historia política para ver el comportamiento de los distintos grupos de presión, tratando de determinar qué era lo que se dilucidaba en cada momento, obviando simplificaciones excesivas, sobre todo si tenemos en cuenta que la mayor parte de los enfrentamientos se daban en el seno de las élites locales o regionales. 

En este sentido, es importante precisar que no fue igual el comportamiento de los peninsulares terratenientes frente a la independencia, que el de los burócratas coloniales del mismo origen. Las cosas cambiaron sustancialmente una vez iniciado el proceso emancipador. En las zonas dominadas por los partidarios de la independencia, la guerra supuso el apartamiento de los peninsulares de los sectores dominantes, aunque con una importante salvedad: todos aquellos que reconocían a los nuevos gobiernos y apoyaban la causa revolucionaria eran automáticamente considerados como americanos. La condición de peninsular sólo se mantenía si no se acataba la nueva legalidad y a las nuevas autoridades, lo cual tiende a relativizar los enfrentamientos entre criollos y peninsulares.

Así, en Buenos Aires, se prohibió a los españoles ejercer el comercio al por menor desde 1813, aunque durante largos años encabezaron las listas de las contribuciones forzosas realizadas para sostener a los gobiernos revolucionarios. Al mismo tiempo, los criollos partidarios de la Corona eran perseguidos, o muchos de ellos optaban por abandonar los territorios americanos y se instalaban en Europa. 

En la justificación ideológica de las nuevas nacionalidades, hay que buscar el origen de buena parte de los enfrentamientos. Esto no significa que entre la lista de agravios señalados por los líderes de la independencia (véase la Carta de Jamaica de Simón Bolívar) no haya situaciones reales, pero en ningún caso, como señala Tulio Halperin Donghi, nadie estaba en condiciones de pronosticar un desenlace tan rápido. Lo más que podía esperarse es que se trataba de reajustes de una etapa de transición necesariamente larga que bien podría concluir con la autodeterminación de las colonias.

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